Carta a Dios, guía de nuestro caminar

Marià Corbí

Dios, me piden que te escriba una carta. Pero, ¿cómo escribirte una carta a ti, que no eres “otro” de mí? Solo mi necedad y mi pobreza, que son el enclaustramiento en mí mismo, me hacen sentirme a mí como “otro” de ti y a ti como “otro” de mí.


Desde mi juventud te busqué, y los caminos que he recorrido han ido siempre por donde ni esperaba ni era capaz de imaginar. Cada tramo del camino fue distinto de mi expectativa.

Todo lo que yo podía concebir de mi itinerario que va de mí a ti estaba estructurado y pensado desde el supuesto de que hay una distancia entre tú y yo, de que debía sufrir un proceso, de que tú cumplirías con todos mis anhelos y deseos, Tuve que ir comprendiendo, poco a poco, que entre tú y yo no hay ninguna distancia, que no hay que recorrer ningún proceso al término del cual estuvieras tú. Tuve que comprender, y esta vez fue más difícil, que, mientras me acercara a ti con anhelos y deseos, no podría entender jamás que tú no eres “otro” de mí, ni yo “otro” de ti.

Tuve que comprender que tus caminos transitan por paisajes inimaginables, La vía circula por los campos de silencio de todo lo que yo pueda concebir, planificar, imaginar y desear. Solo el silencio que calla todo el pensar y sentir que hace de mí algo, y algo distante de ti, puede guiarme.

El camino es tu don, tu gracia; y tu gracia está más allá de mis intenciones, de mis planes y de mi misma capacidad de imaginar.

Cuando me pues a caminar por los campos del silencio tuve que entender que ahí yo no podía conducirme a mí mismo. El “yo”, con sus criterios y proyectos, se quedó al lado de acá de la frontera del silencio. Te pedí que me guiaras, y lo hiciste en una época de grandes cambios, pero no lo hiciste desde fuera, sino desde dentro, como “no otro” de mí mismo.

Ahora, mirando hacia atrás, puedo decir que en mi caso hubo guía. Pero la guía que me condujo no fue la guía de mis criterios, ni tampoco nada fuera de mí. Tú, como “no otro” de mí, fuiste la guía.
Pronto tuve miedo al miedo, porque el miedo es el gran enemigo de la verdad en el camino, especialmente en época de cambios. No sé cómo pude superarlo. Tú me hiciste caminar por encima del miedo.


Lo que a lo largo de los años fui encontrando no era nada de lo que yo esperaba, porque lo que yo esperaba era lo que mis ojos ya habían visto, mis oídos habían ya escuchado, lo que el deseo de mi corazón podía representar. Tú me condujiste más allá de mis expectativas, proyectos y concepciones.

Donde estoy no me he traído yo, ni nada fuera de mí. No podía esperar llegar donde he llegado, no podía sospechar el camino interior como lo he vivido y como lo vivo.

Con frecuencia me inquieto pensando dónde he ido a parar, sobre todo cuando me comparo con todos los que han sido mis compañeros y han vivido mis mismas circunstancias. Me inquieto, aunque no quiera, cuando les veo como una piña, pensando y sintiendo igual, y yo solo, y yo solo lejos de todos ellos. Sé, por otra parte, que mi inquietud es necia, porque parte de un falso supuesto que se traduce en preguntas como: “¿Dónde he ido yo a parar? ¿Qué he hecho yo para estar donde estoy? Lo que he hecho, ¿ha sido lo correcto? Si es lo correcto, ¿por qué estoy solo?

El supuesto de todas estas inquietantes cuestiones es siempre que “donde estoy y la dirección que llevo es obra mía”. Y no lo es. Otro me trajo acá. Otro me llevó por una vía que ni mis colegas ni yo podíamos concebir.

Creí que la religión era sumisión y me entregué a ella, y he ido a parar a la libertad.

Creí que la vía era un camino trazado, paso a paso, y no hay camino.

Creía que había de creer, y el camino libera de las creencias.

Creía que la religión era el encuadramiento en un ejército bien organizado y compacto, donde sentías el aliento y el roce de los que marchan contigo, y he necesitado entender que hay que ir completamente solo.

Creía que sabía lo que tenía que pensar y sentir, y he ido a parar a comprender que la vía transita por una luz y un fuego silencioso.

Creía que sabía lo que había que hacer, y he ido a comprender que no hay nada que hacer.

Creía que caminaba hacia ti, y he tenido que comprender que, a medida que la vía aproxima a ti, te sume a ti en la niebla y me disuelve a mí como un tenue vapor.

Creía que el camino de Jesús era el camino de la salvación, y he tenido que comprender que no hay nada que salvar.

Creía que debía esforzarme, con tu ayuda, y he tenido que comprender que el trabajo que hay que hacer es más tenue y más sutil que esforzarse, porque es un acertar misterioso, que más que hacer es un peculiar “no-hacer”.

Creía que recorrer el camino era cultivar el espíritu y alejarse de la carne, y he ido a comprender que la vía del silencio es la transformación del sentir y de la percepción.

Creía que el camino alejaba del mundo, y he tenido que comprender que el mundo es su discurso, su manifestación, su ángel de luz.

Creía que tú y yo éramos dos, y he tenido que comprender que “no hay dos”.

Creía que creer en ti era creer en lo que no se ve, y he tenido que comprender que eres el Patente, el Manifiesto.

Creía en la Iglesia católica, apostólica y romana, y he terminado por creer a los cristianos, los hindúes, los budistas, los musulmanes, a todos y a ninguno de ellos.


Tu camino es un camino que va de perplejidad en perplejidad. Por eso es un camino secreto.

Buscaba en ti la Verdad, y he tenido que comprender que la Verdad no es ninguna formulación. La Verdad, que es tu verdad, es silencio, presencia y certeza. Esa es también mi verdad.

Dios, líbrame del miedo en el tramo de camino que me queda, y libera del miedo a todos los que te buscan. El miedo está descarriando a los pastores y a los rebaños.


Publicado en fe adulta, coincidiendo con el ochenta aniversario de Marià Corbí. Este texto pertenece a la obra colectiva Cincuenta cartas a Dios (PPC, 2006)

Fotografía: Wawancara.

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